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martes, 26 de abril de 2011

Volúmen 1: "Los hermanos de Alamein" Capítulo 2: Haciendo sacrificios

El joven llegó a su casa. Era tarde, pasadas las once. Estaba empapado en sudor, cansado, aturdido. Estaba confundido. Su madre le preguntó por qué se había demorado, pero él la ignoró. Se encerró en su habitación y se sentó en su cama, cabizbajo, a revisar su “baúl de recuerdos”. Tenía mucho en qué pensar.
<< ¿Qué fue eso? ¿Por qué la gente debe morir de esa forma, sin esperanza y llenos de culpa sin sentido? ¿Desde cuando éste es nuestro destino? La gente que no cumple con las expectativas de ésta sociedad que nos fue impuesta hace ya veinte años termina en la mala vida, y finalmente tiene un final trágico. No puede ser que nos estemos matando por un ideal que lo único que propone es infelicidad, discriminación y violencia social. ¡No tiene sentido este sistema, y sin embargo lo hacen respetar con toda la fuerza de la ley! Pero no me van a silenciar… ¡Esto no va a quedar así! Haré un primer y último sacrificio por cambiar las cosas. De todas formas, tarde o temprano yo iba a terminar como ése hombre. >>
Entonces el joven salió de su habitación. Su madre le reprochó no haberle explicado por qué había llegado en un horario fuera de lo apropiado para un niño (tenía 17 años, casi 18). Él, sin decir una palabra, se le acercó, le dio un beso y le dijo con ternura:- Mamá, descansa. Estaré un rato en mi computadora y luego haré la comida.- La mujer, conmovida, le sonrió y fue a recostarse a su dormitorio.
El joven volvió a su cuarto y se volvió a encerrar. Sin perder tiempo puso su cesto papelero en la ventana del edificio (era un 7º piso, entre las calles Untoten y Sardia) y encendió una pequeña fogata. Allí quemó todos sus documentos, tareas, papeles… todo lo que tuviera su nombre. Hecho eso, tomó su netbook y comenzó a escribir en su blog. Cada palabra era esencia pura de rabia, evidencia de necesidad de consuelo, marca de desesperación. En una sola nota lo dijo todo, absolutamente todo lo que la gente se negaba a aceptar.

Habían pasado más de dos horas desde que la madre del joven se había ido a descansar. La lluvia del televisor y los ruidos de la ciudad hacían imposible mantener un sueño profundo, por lo que la mujer se levantó. Tenía hambre, ya que debería haber cenado hacía ya tiempo. Salió de su dormitorio y la invadió una sensación de mareo que no entendía qué la causaba. Tuvo que sostenerse de la pared para poder estar de pie.
-¡Hijo!, ven a ayudarme. Mamá está mareada.
-¿Puedes venir a la cocina un minuto?- respondió el hijo.
Entre nauseas y dolores de cabeza, tuvo que arrastrarse hasta la cocina, donde cayó rendida al frío piso de porcelana.
-¡Hijo!, por favor… ayúdame…
Al ver que nadie le contestaba levantó la cabeza, entonces entendió por qué estaba tan mareada. Vio que las hornallas, las seis hornallas, emanaban gas. Junto a ellas estaba su hijo que sostenía un encendedor tapándose la boca.
-Lo siento, mamá.

Lo que pasó después lo pueden leer en los diarios.

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