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martes, 19 de abril de 2011

Volúmen 1: "Los hermanos de Alamein" Capítulo 1: "¡Lo necesito!"

Todo estaba como de costumbre en la Avenida Einenhosswelt. La gente caminaba tranquila por las aceras sin nada que mirar más que el vacío de la noche (claro, la mayoría de los negocios estaban quebrados). Los niños dormían en sus camas calentitas y los adultos hacían lo que no podían hacer durante el día. De repente irrumpieron los pasos de un hombre corriendo en la tranquilidad del ambiente. Venía atropellando a la gente con un ritmo desesperado y una actitud amenazante. Cuando llegó a la esquina de la calle Walkure se detuvo de repente y entró en la licorería que allí se encontraba.
El hombre no perdió tiempo. Sacó su bastón extensible y golpeó al vendedor directo en la sien, dibujando una mancha roja en el mostrador.
-         ¡Quiero lo que es mío!, exigió el hombre amenazando con atacar otra vez.
-         Cálmate, lo tengo todo cubierto. Sólo dame dos días más. Por… ¡Por favor, no me lastimes!
-         Dos días más… ¡Dos putos días más! ¡Mierda! ¡Lo necesito! ¿Donde coño está?
-         Vamos… No es para ponerse así… No te he dicho que no sabía…
-         ¿Sabes lo que le pasa a la gente cuando se le acaba la paciencia? ¿No? ¡Pues lo vas a saber si no me dices donde está!
 El vendedor no sabía que hacer ni que decir. Titubeante, y con miedo sobrehumano, acertó a responder: - Lo tienen los Dïlers. Ya se hizo muy peligroso traer mierda a la ciudad. Si la Policía de Control de la Moral los descubren se ira todo al carajo para ellos, para mi y para ti. Solo espera dos días más, para poder sobornar a esos cerdos.-
 Al ver que la respuesta no acertaba con sus exigencias la mente del hombre se nubló del negro del odio. Tomando al vendedor por el cuello lo arrinconó contra la pared y, oprimiéndole la herida con el bastón, le susurró:- No juegues conmigo. ¿Crees que esto es un juego? ¿Me tomas como “otro adicto a mierda” que va a hacer estupideces? Pues te voy a dejar muy claro que esto no es un juego.- Guardó su bastón y en su lugar desenfundó una pistola. Entonces se la colocó al vendedor contra el paladar mientras lo invadía una risa enfermiza y le dijo con tono sardónico:- Si no me puedes decir que ya has conseguido mi mierda… no dirás nada más a nadie.- Y la pared se volvió roja.
El hombre salió corriendo desesperadamente a la calle, porque sabía que la gente había oído el disparo y la policía no debía de estar lejos. Corrió por la calle Walkure hasta la Diagonal Rossenwelth, donde una patrulla de la Policía de Control de la Moral lo vio. Entonces se dio a la fuga por la calle Sardia mientras la patrulla lo seguía por atrás. Aunque corría con paso muy ligero no podía lograr escapar de la patrulla. Cruzó las calles Untoten, Klein y Frank hasta llegar a la avenida Coruña. En la esquina se metió en una obra en construcción, con el fin de obligar a los policías a bajarse de su patrulla y, al dispersarlos, poder escapar más fácilmente. Fue donde habían colocado las vigas de soporte y esperó escondido a que los oficiales estuvieran dentro de la zona. Entonces se echó a correr hacia la bodega de materiales, sin pensar que los policías lo habían visto moverse. Cuando llegó a la bodega se dio cuenta que estaba cerrada con candado. De repente vio que la luz de una linterna lo enfocaba por detrás. Desenfundó su arma y se dio vuelta muy lentamente.
-         Todo terminó. No hay donde mas huir. Arroja tu arma.- dijo un policía.
El hombre entonces miró a los ojos a los policías. Lo único que vio fue una maldad oculta por un manto de hipocresía y una sonrisa más falsa que la misma mentira. (Claro… ¿Qué más se podía esperar de los que sirven al sistema opresor?) Los ojos se le inundaron de lágrimas, tanto por suplicar piedad como por ira hacia quienes lo habían convertido en lo que era. Entre tanto, la gente que pasaba por la calle se reunía en la construcción para ver el espectáculo: “Un adicto armado que fue atrapado suplicando por su vida”. Y se reían, algunos conteniéndose y otros burlándose.
-         Vamos, arroja el arma. En la cárcel te van a tratar como te mereces, escoria.- acosaban los oficiales.
-         Las dosis que consumes valen más que tú, maldita basura.- decía la gente.
El hombre sabía bien lo que ocurría con la gente en la cárcel, y también sabía que en algún momento tendría que ceder y soltar su pistola. En ese momento una mezcla de recuerdos, ira, impotencia y miedo lo paralizaron subiéndole por la boca del estómago hasta el corazón y la cabeza. Sentía asco de la sociedad, del mundo, de si mismo, de la vida. Ya no le importaba su destino, porque de todas formas era el mismo en distinta forma. Con movimientos ajenos a su voluntad subió el brazo arrastrando el arma hasta su sien, y sintiendo una última vez la brisa nocturna apretó el gatillo con una seguridad más allá de su conciencia.

La gente se quedó atónita, pero satisfecha. “Una basura humana menos en el mundo”, pensaban. Poco a poco, la gente comenzó a retirarse de la escena, dejando a la policía con el cadáver. Sólo un joven se quedó a contemplar el cuadro de la situación. Se atrevió a avanzar para estar junto al cadáver y poder observarlo de cerca. Miró los ojos desorbitados de la pobre alma torturada y, sintiendo esa empatía de las situaciones extremas, dijo para sus adentros: ‘¡Dios! ¿Por qué? Más allá de su adicción era igual a mí. ¿Por qué merecía esto? ¿Por qué merecemos esto?’
Resignado, se levanto de suelo y se fue a su casa mientras cascadas de preguntas existenciales fluían de su cabeza.

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